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AÑO 12 - EDICIÓN Nº 2337
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miércoles 19 de diciembre de 2012

De Néstor a Cristina: la sucesión que no fue


Por: Andrés Malamud*. El gobierno de Néstor fue pragmático, el de Cristina es ideológico. Mientras uno superó la crisis, el otro la genera. Hay un largo inventario de diferencias que se hacen evidentes ahora, cuando el oficialismo parece regodearse en una minoría encerrada, de la que Néstor siempre buscó salir.

El programa de gobierno de Néstor Kirchner era breve: superávit fiscal y dólar alto. Con eso, aprovechó el boom de la soja para desendeudar al Estado. Después del doble colapso de 2001, consolidó la autoridad presidencial y monetaria que Duhalde y Lavagna habían recuperado. Lo demás fue instrumental, destinado a cooptar grupos de apoyo dentro y fuera del peronismo. “No me midan por mi ideología sino por mi gestión económica”, dicen que dijo ante empresarios españoles a principios de 2004.

Kirchner era un pragmático: marginó a los radicales con la reforma constitucional de Santa Cruz pero los concertó pluralmente en la nación; en su vida negoció con los militares, con Menem, con Carrió y con las Madres; vilipendió al FMI y le pagó todas las deudas. Si iba por todo, disimulaba: nombró una Corte impecable, designó a un vicepresidente de otro partido, repartió dinero entre cualquiera que se alineara, llámese Borocotó, Moyano o Insfrán. Los retrocesos tácticos, como ante Blumberg, eran aceptables. Pasada la emergencia, amplió las políticas sociales sin perder de vista lo fundamental: garantizar la solvencia fiscal del Estado.

El enfrentamiento con el campo no tuvo, inicialmente, razones ideológicas o distributivas: se trataba de medidas anticíclicas que fueron mal diseñadas y peor explicadas.

La muerte extemporánea del líder realzó su legado de polarización y oscureció el de estabilización, en una tergiversación que los sucesores alimentan con inexplicable ardor.

La sucesión de Néstor a Cristina pareció una reelección. La continuidad se basaba en la sociedad afectiva y de intereses, aunque no tanto en la afinidad ideológica o psicológica. El gobierno de los Kirchner pasó, en diez años, de Bielsa a Timerman, de Lavagna a Lorenzino y de Prat Gay a Marcó del Pont. Un abismo intelectual y de gestión separa a los equipos de ayer y hoy, con una excepción fuera del Ejecutivo: la Corte Suprema. Ésa, que fue designada por él, no cambió. Y por eso chocan los talibanes de ella.

El pragmatismo inicial se plasmó en aquel “miren lo que hago y no lo que digo”. Los intelectuales veían progresismo donde gobernadores, intendentes y ciudadanos encontraban gestión, y todos felices. El fanatismo actual, más genuino, es menos eficaz: habla mucho y hace mal. Néstor criticaba a Clarín mientras le entregaba el “monopolio” de la televisión por cable; Cristina le dispara y yerra.

¿Cuál es el hilo que une ambas gestiones? Para algunos, hace tiempo que se cortó. La crítica reciente del intendente de Olavarría a la “cartelización mediática afín al Gobierno mediante la pauta oficial” marca la despedida del último ex radical K con peso territorial en la provincia de Buenos Aires.

Gerardo Zamora, el gobernador de Santiago del Estero, estará poniendo las barbas en remojo. Y no es el único: De la Sota ya cruzó el Rubicón, Scioli a veces parece determinado y otros hablan con su silencio. Como Evaristo Carriego, son varios los dirigentes que andan con la lealtad disponible.

Hoy, el autodenominado kirchnerismo es una minoría intensa de intelectuales y funcionarios que van por todo. Pero Kirchner nunca quiso ser minoría: el 22% fue su maldición, no su orgullo. Y la superó con estrategias que ampliaban su base de apoyo en vez de reducirla. Las cruzadas de hoy, que no suman ni vencen, contradicen su historia.

El desempeño económico también. Eduardo Levy Yeyati refiere la regla del 8-4-2: Argentina creció al 8% anual durante la gestión de Néstor, al 4% en la primera de Cristina y al 2% a partir de la reelección. El superávit se transformó en déficit y el dólar cambió de color. Queda la dignidad, dicen que no dijeron los marineros cuando abandonaban la Fragata Libertad.

Y sin embargo, el apoyo explícito de Carlos Menem al Gobierno indica que el pragmatismo oficial no está completamente muerto. Comentan en los mentideros que en política se vuelve de todo excepto del ridículo, lo cual es manifiestamente falso: puede circularse varias veces de ida y vuelta sin chamuscarse.

Este gobierno tiene pulsiones suicidas pero todavía late, y el que lo subestime puede sufrir las consecuencias. Un poquito de miedo no es mal consejero, retaría sabiamente ella. Pero sin coraje no hay cambio, susurra él, quién sabe desde dónde.

*Politólogo - Profesor en la Universidad de Lisboa.

(Nota publicada por el Diario Clarín el lunes 17 de diciembre de 2012).

 

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