En parte por el claro liderazgo del ex presidente Néstor Kirchner y de la actual presidenta Cristina Fernández. Y en parte, también, porque hay una porción cada vez mayor de nuestro pueblo, en línea con los pueblos de la región, que ha asumido como propia la alta calidad e intensidad del debate público de estos últimos años, y no está pasivo frente a los ataques del poder.
Gracias a ello, en las mañanas que siguieron a la importante manifestación del 8N y del denominado paro nacional del 20 de noviembre, el país amaneció con absoluta normalidad. Ello, como expresión de esa capacidad de mando y conducción política, económica y social del país que demuestran las actuales autoridades, garantizando la más absoluta gobernabilidad, frente a los sucesivos intentos destituyentes.
Para ello confluyen dos tipos de razones. Una, las políticas aplicadas, que sostienen a nuestra economía, a sus fábricas y trabajadores, en una situación bastante lejana a las debacles que se presentan en otras áreas del planeta. Y la otra es cómo se ha elevado la conciencia pública sobre la traumática y muchas veces humillante relación de los gobiernos populares respecto de los poderes fácticos y las corporaciones.
Ponían y sacaban presidentes y ministros; con una placa roja en la pantalla de TV originaban corridas cambiarias y financieras, torcían el rumbo de medidas populares. Nos hacían creer que quien gobernaba era la política, cuando en realidad quienes gobernaban eran esos mismos intereses, que le hacían cumplir órdenes a la política.
Eso es lo que cambió. Lo saben y no pueden tolerarlo. Y es eso lo que genera esta irritación, además de alguna cuota de negocios que seguramente deban perder a partir del desprendimiento.