Un día como hoy, hace 100 años, Hipólito Yrigoyen fue elegido presidente de la Nación a través de los primeros comicios nacionales en los que se implementó el voto universal, obligatorio y dispuesto por la denominada ley Sáenz Peña.
A sus 64 años, Yrigoyen fue el primer presidente democrático que dio plena vigencia a los tres poderes sobre los que se asienta el pilar constitucional de la Nación. En su época, fue el político más amado del país, aquel que no quiso “transar” con el fraude ni con la corrupción.
Llegó acompañado y votado por los hombres de pueblo, pequeños comerciantes, empleados, obreros, chacareros. Tuvo el apoyo de viejos criollos y los inmigrantes. Fue quien primero encarnó el desafío de construir un país para todos, el que proclamó una verdadera cruzada ético-política: la “Causa” contra el “Régimen”, un sistema de gobierno sustentado en los privilegios de unos pocos.
“Peludo” –tal como le decían- era un hombre solitario y misterioso, que nunca pronunciaba discursos, pero que con su silencio se ganó una adhesión popular muy fuerte.
Obra de gobierno Como Presidente, Yrigoyen defendió la neutralidad y la independencia argentina frente a las grandes potencias; abrió las universidades a las clases populares al promulgar la Reforma Universitaria; anticipó las leyes de jubilación; promovió la jornada legal de trabajo de ocho horas; reglamentó el trabajo a domicilio de las mujeres; humanizó las condiciones laborales en obrajes y yerbatales, e hizo general el uso del guardapolvo blanco en las escuelas para que los chicos argentinos se sintieran hermanos e iguales de otros chicos argentinos.
El 12 de octubre de 1928, asumió por segunda vez la presidencia. En otros lugares –no ya en las plazas ni en los conventillos ni en las pulperías del campo– hubo fastidio, indignación y hasta repulsión frente al regreso de Yrigoyen y su “chusma”. La oligarquía no estaba dispuesta a tolerar otro gobierno del legendario caudillo de la UCR.

Cuando asumió por segunda vez la presidencia, don Hipólito tenía 76 años y estaba enfermo. Es cierto que el viejo no las tenía todas consigo, pero la conspiración que comenzó a urdirse en su contra desde el mismo momento en que ganó las elecciones se debió más a sus aciertos que a sus errores. Uno de los grandes aciertos del radicalismo había sido la creación en 1921 de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Este organismo, destinado a que los argentinos explotaran por sí su propio petróleo y dispusieran libremente de él, fue puesto bajo la dirección del general Enrique Mosconi, un militar ejemplar al que nunca se le hubiera ocurrido voltear a un gobierno popular.
Yrigoyen, su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, y Mosconi casi logaron que la ley de nacionalización del petróleo fuese promulgada en 1928, pero la oposición de un Senado dominado por los conservadores lo impidió. Las compañías extranjeras como la Standard Oil se estremecieron. Y comenzó a gestarse lo que sería el primer golpe de Estado de la historia argentina.
Hacia 1930 el mundo capitalista ya había estallado en Wall Street y cundían el pánico y las conmociones sociales por todos los rincones del mundo. En la Argentina la situación también era distinta de la de 1928 y había crecido la desocupación. La prensa, encabezada por el diario Crítica, atacaba violentamente a Yrigoyen. Se lo acusaba de senil, inepto, ineficaz. Ningún adjetivo se ahorraba en la feroz campaña contra el presidente constitucional.
Tal vez la negativa de Yrigoyen a tomar contacto directo con el pueblo facilitó la campaña que se montó en su contra. Don Hipólito no la contrarrestó; su estilo, reacio al contacto abierto y público, les allanó el camino a los golpistas.

En ese marco, surgió el rumor sobre el “diario de Yrigoyen”, hecho “a medida” del presidente, con noticias fraguadas que sólo él leía. Un diario de fábula que, aunque jamás existió, se convirtió para muchos en la prueba irrefutable del vínculo roto con la ciudadanía que lo había votado por segunda vez.
El 5 de septiembre, Yrigoyen delegó el mando en el vicepresidente, Enrique Martínez, y al día siguiente se produjo el levantamiento militar encabezado por el general José Félix Uriburu.
Una turba saqueó la modesta vivienda de Yrigoyen, quien fue detenido y confinado en la prisión de la isla Martín García.
Casi tres años después, el lunes 3 de julio de 1933, Yrigoyen falleció. El viejo caudillo recibió a su muerte el homenaje de masas más grande tributado hasta esa fecha.
No se le pudo comprobar delito ni irregularidad alguna durante su gestión de gobernante, simplemente porque no los había cometido. La muerte lo sorprendió en la austeridad y la pobreza.
Bases para el movimiento nacional La política Yrigoyenista sentó las bases de los movimientos posteriores que pusieron a la clase trabajadora en el centro de la escena y abogaron por la ampliación de sus derechos.
“El yrigoyenismo se reencarnó en el peronismo, que trajo el protagonismo de la clase obrera y el movimiento nacional revivió demostrando que las derrotas no son para siempre”, sostuvo el dirigente Leopoldo Moreau en un plenario del Frente Para la Victoria ocurrido hace dos semanas.
Yrigoyen y Perón fueron los dos grandes líderes de las multitudes argentinas del siglo XX. La política popular, a la que se debe la ampliación de los derechos de las mayorías sociales, se forjó con ellos, con las luchas que interpretaron y promovieron. Ambos forjaron los pilares de una Argentina más justa e igualitaria.